La deuda de Heinmann 1º parte


Thialfi se secó el sudor de su poblada frente, reclinándose pesadamente sobre su pico mientras el sol brillaba sin piedad sobre sus hombros ardientes. El bochorno del verano era intolerable y su gruesa y pesada vestimenta se mostraba, por una vez en la vida, como su peor enemigo. "Estaré mejor cuando estemos bien metidos bajo tierra - se dijo a sí mismo-, sólo unos pocos metros más y habremos llegado a las catacumbas".

Aunque en el espacio de una mañana habían construido algunas obras de ingeniería subterránea condenadamente buenas, además de cavar una gran trinchera detrás de donde se encontraba ahora, aquel era uno de los días de trabajo menos gratificantes que Thialfi hubiera pasado jamás. El calor era insufrible y la humedad del aire lo hacia irrespirable. En el interior, en el frió estomago de una montaña, era donde se tenía que cavar. Si su padre hubiera podido verle, se levantaría de su cripta y caminaría hasta Nuln para pegarle una buena tunda. Pero Thialfi sabía que la minería era la mejor manera de derribar un muro sin que el enemigo supiera siquiera que había llegado. Era tan simple como eso. Y el Rey Toldavf quería abrir una entrada.

“¡Vuelve al trabajo! ¿Crees que estas aquí para tomar el sol, Thialfi Ranulfsson?”

El Rey Toldavf, acompañado por dos Rompehierros con armadura de gromil completa, apretó el paso hacia las obras de la mina agarrando firmemente su poderoso martillo con sus guanteletes. Tenía la pinta de un Enano típico, pero un solo objetivo en mente: Venganza.

“! Cavad!¡Quiero que os abráis paso hasta esas catacumbas y derrumbéis ese muro antes de la puesta de sol u os arrancaré la barba a todos!¡ Por Grungni, tendremos los corazones de esos rompejuramentos en nuestras manos antes de que anochezca!”

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“¡Lord Heinmann! ¡Mi Señor! ¡Escuchad, os lo ruego!”

El chambelán, arrebujado en sus ropajes, miró a su señor con cara de estupor. El señor del castillo, Piert Heinmann, estaba sin duda de un humor pésimo y el Chambelán Geiss no tenía demasiadas ganas de comunicarle las malas noticias. Pero no tenía elección: cualquier demora podía costarles la vida.

“¡Los Enanos, Señor! ¡Han sido vistos en los bosques del este! ¡Y están... cavando! ¡En cualquier momento pueden llegar a las catacumbas inferiores y, entonces, moriremos todos!”

Heinmann sacó al hombre de su histeria con un bofetón. Aquello era ridículo. Así que, por lo visto, no había pagado por completo a los ingenieros Enanos que construyeron el muro este y su valiosa torre. Pero de eso hacia seis años. ¡Seis años! Casi había olvidado la ponzoña de sus amenazas. Pero parecía que los enanos habían vuelto y se habían traído al resto de su mugriento clan. 
Preparándose cansinamente para defender su hogar, Heinmann llamo al capitán de la guardia.

Relato extraído de la White Dwarf nº71.

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